Terminaba
el otoño. Las hojas se arremolinaban bajo un banco de forja pintado
de color negro. Una hilera de cipreses como soldados cubría el
respaldo y una centenaria morera desnuda, temblaba con la fuerza del
viento. El sol asomaba tímido, oculto por un
cielo
cubierto de un manto de nubes grises y aborregadas: pronto llegaría
el invierno.
Mi
madre, entonces, subía a la buhardilla donde guardaba en un baúl de
madera y chapado de un metal de lata color dorado, las enagüillas de
la mesa camilla que cada año volvía a poner. Una mesa redonda de
madera de roble, una tarima y un brasero de latón; todo bajo una
tela de chenilla gruesa, suave y acogedora con aspecto aterciopelado
de color verde; una falda caída sin llegar al suelo, para arroparnos
los días de invierno y mantener el calor que desprendía el
brasero. Recuerdo de niño los inviernos bajo la mesa: era otro
mundo. Un mundo creado en mi mente donde nadie podía entrar. Me
imaginaba que era un aventurero espeleólogo buscando entre los
pliegues y las arrugas de las enagüillas cuevas y grietas por
descubrir… Un escalador rodeado de paredes peligrosas y cumbres
donde la cima eran las rodillas de mi padre y mi madre. En la
oscuridad, con la luz de los carboncillos del picón, el olor que
desprendía a romero, lentisco y retama quemado a fuego lento, me
sentía feliz. Mas cuando había peligro y mis enemigos me asechaban
me hacía el valiente: ¡estáis
perdidos, solo tengo que gritar! Eran los cuatro pilares de mi
familia
los
que escalaba cada noche, donde me sentía seguro por ellos, bajo una
tela que separaba dos mundos el real y el de los sueños. Un niño
que cada inverno bajo las enagüillas aterciopeladas se inventaba
otra forma de ver la vida.