martes, 26 de febrero de 2019

DETRÁS DEL ARO


Recuerdo de niño, por las tardes, cuando salía del colegio, partía corriendo hasta la casa de la chacha Pepa donde vivíamos, soltaba la carpeta en la silla que estaba atrancando la puerta de la calle. Mi madre me decía, ¿dónde vas con tantas prisas?, y me daba la merienda, un canto de pan con aceite y una onza de chocolate, del tío del bigote, Rafael Jiménez. 
Cogía la calleja para adelante pegando bocados al pan, al chocolate. Los bocados eran más chiquitos y los saboreaba dándole vueltas en la boca, ¡qué bueno y qué pronto se acababa! 
Tiraba para las escombreras y torrenteras, buscando un aro de lata o algo parecido. A veces les preguntaba a los vecinos de mi calle si tenían algún cubo roto de lata para tirarlo o una rueda de vieja de bicicleta. 
¡Qué difícil era encontrar esas piezas tan valiosas en aquellos años donde todo se le buscaba apaño! A los niños más afortunados sus padres les regalaban un aro y su gancho, elaborado por el herrero del pueblo en la fragua, con el martillo en una mano y en la otra unas tenazas cogiendo una barra de metal enrojecido, lo apoyaban en el yunque y los golpes le daban forma. 
Nunca tuve ese aro de hierro con su gancho, me conformaba con uno viejo de lata, un poco torcido y siempre se giraba hacia un lado. De gancho utilizaba un alambre torcido y empalmado que recogí de un tendedero. Era un juego entretenido y apasionante, recorrer las calles del pueblo, detrás de un aro que avanzaba con el ritmo que uno quería. Llevarlo derecho con los nervios tranquilos, tener cuidado con los giros, las curvas, los baches. El pulso calmado y la lengua fuera. 
Yo era feliz, me sentía importante, detrás de un aro que encontré rebuscando en la basura. Mi amigo me acompañaba, con el mismo paso, me decía ¿déjame dar una vuelta? ¡Si, y yo me voy andando! 
 Juan Reyes

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