Recuerdo de niño,
por las tardes, cuando salía del colegio, partía corriendo hasta la
casa de la chacha Pepa donde vivíamos, soltaba la carpeta en la
silla que estaba atrancando la puerta de la calle. Mi madre me decía,
¿dónde vas con tantas prisas?, y me daba la merienda, un canto de
pan con aceite y una onza de chocolate, del tío del bigote, Rafael
Jiménez.
Cogía la calleja para adelante pegando bocados al pan, al
chocolate. Los bocados eran más chiquitos y los saboreaba dándole
vueltas en la boca, ¡qué bueno y qué pronto se acababa!
Tiraba
para las escombreras y torrenteras, buscando un aro de lata o algo
parecido. A veces les preguntaba a los vecinos de mi calle si tenían
algún cubo roto de lata para tirarlo o una rueda de vieja de
bicicleta.
¡Qué difícil era encontrar esas piezas tan valiosas en
aquellos años donde todo se le buscaba apaño! A los niños más
afortunados sus padres les regalaban un aro y su gancho, elaborado
por el herrero del pueblo en la fragua, con el martillo en una mano y
en la otra unas tenazas cogiendo una barra de metal enrojecido, lo
apoyaban en el yunque y los golpes le daban forma.
Nunca tuve ese aro
de hierro con su gancho, me conformaba con uno viejo de lata, un poco
torcido y siempre se giraba hacia un lado. De gancho utilizaba un
alambre torcido y empalmado que recogí de un tendedero. Era un juego
entretenido y apasionante, recorrer las calles del pueblo, detrás de
un aro que avanzaba con el ritmo que uno quería. Llevarlo derecho
con los nervios tranquilos, tener cuidado con los giros, las curvas,
los baches. El pulso calmado y la lengua fuera.
Yo era feliz, me
sentía importante, detrás de un aro que encontré rebuscando en la
basura. Mi amigo me acompañaba, con el mismo paso, me decía ¿déjame
dar una vuelta? ¡Si, y yo me voy andando!
Juan Reyes
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