jueves, 8 de julio de 2021

El Cerezo de las Huertas de la Manga (Último Capítulo)

Era una tarde a finales de la primavera y entrada del verano. Una bandada de estorninos se dejó caer en las huertas de La Manga. Después de un día en ayunas, vieron unos frutos rojos y carnosos en unos cerezos. Con tanto apetito y ansia picoteaban, que despertaron al pobre hortelano de su siesta.  Con los brazos en alto gritaba, y del susto un estornino se tragó un hueso. En medio de la noche y con la barriga descompuesta el animal al evacuar el hueso  resolvió su problema. Un hueso que encontró un ratón de campo en una noche oscura. Que una lechuza lo atrapó en silencio con sus garras y volando chocó con un cable eléctrico. Con suerte se libraron los dos de la muerte y el hueso calló en medio de una herriza donde germinó. Un cerezo que fue creciendo despacito rodeado de vegetación de monte bajo. Él preguntaba por todo y su gran ilusión era ver los cerezos de las huertas La Manga. Habían pasado quince años con sus días y una mañana tuvo una visita inesperada. El hortelano que gritó con los brazos en alto, se apiadó de él y le ayudó a conseguir su sueño, un sueño que dependía de su altura. Este labrador, amante de la paz, la tranquilidad y su trabajo de labrar la huerta lo adoptó como suyo y cada año le dedicaba un tiempo de su vida a limpiar su pie y a podarlo, así conseguiría su gran ilusión, ver los cerezos de las huertas. 

Una vez terminada su tarea, se sentó  en la tierra tranquilo, apoyando su espalda en el tronco. Sin prisas le hablaba con voz tierna y dulce. Él, era cariñoso y su corazón era grande, sin nada de avaricia y egoísmo. “Me contaba mi padre, que su abuelo le dijo… Que un día llegaron unos campesinos a estas tierras vírgenes. Una tierra fértil y con el agua del río Genil fue posible cumplir sus sueños. Vivir de lo que da la tierra y asentarse en esta ribera viviendo en chozas. Las aguas del río fueron elevadas por una gran rueda de hierro y madera, movida por la fuerza del agua. Las generaciones pasaban y ellos, esclavos de su trabajo, poco a poco fueron construyendo con mucho esfuerzo, sus primeras paredes y su techo de obra…  En los años de mi niñez en la ribera de las huertas la paciencia era la mayor virtud. La armonía, la tranquilidad rebosaba en cada rincón. Éramos una gran familia. La sencillez y la humildad pasaban de padres a hijos. Se disfrutaba del silencio: al escuchar crujir las viejas maderas de la noria, correr el agua por las regueras, el canto de la alondra en la noche, el metal acerado de la azada golpeando la tierra, el rebuznar de los burros, el canto de los gallos por las mañanas, el balar de la cabra amarrada bajo la higuera, el verraco en celo, las gallinas con los polluelos. Bendito silencio; al escuchar las brevas maduras caer al suelo, el pájaro carpintero en el soto, los chapoteos de las nutrias jugando, el topo excavar la tierra. Cada tarde de verano en los recodos del río se escuchaban las voces y las risas de los chiquillos cuando golpeaban las aguas dormidas. En las noches de calor; las familias se sentaban en los poyetes del rellano de la casa,  cada uno contaba algún relato escuchado, o los refranes del campo. Todo se va perdiendo: la fiesta de la matanza del cerdo, los solomillos en manteca en orzas, el rico sabor de los tomates y pimientos en conserva al “baño María”,  la elaboración de la carne membrillo, la mermelada de ciruela, los sabores de la pera chica, las manzanitas, la zanahoria morada…todo va desapareciendo como las viejas costumbres. Desde la primera huerta de “Los Pineda”, a la última de “Manolo Caracol”, se conocían los nombres de cada miembro de las huertas. La gastronomía de las abuelas, dándole tiempo al puchero, a los tomates en la lumbre de la chimenea, ese hervor a borbotones, ese aroma que bajaba por el callejón de las huertas para mojar sopas. La verbena de San Juan, donde todos los hortelanos guardaban sus tesoros. Todo va cambiado, nada es como yo lo viví. Ese silencio roto por las motosierras, las maquinas de arar… En las casas enchufamos la caja tonta y conversa por todos. No sabemos ni aprendemos a disfrutar del entorno y el paraje que nos han visto crecer. No nos conformamos con vivir en paz, necesitamos más para ser felices. Hoy en las huertas de La Manga las vallas de alambre van separando a las familias. Las casas blanqueadas de cal y las tejas de barro pierden su encanto abandonadas. Llegan los nuevos materiales para construir las viviendas rompiendo la estética de las huertas. Un manto de plástico decora y cubre el verde de las hortalizas y los frutales. La alegría que antaño se respiraba, se mamaba, se palpaba en cada rincón de la ribera. La imagen de la noria día y noche chorreando el agua de los cangilones en la acequia, una conducción que perdió su encanto bajo tierra…” Se alzó el hortelano y miró al cerezo antes de marcharse. “Esta primavera tu sueño será una realidad, alcanzarás la altura que tanto has deseado,  la paciencia es la mejor virtud. Los nuevos brotes crecerán con fuerza y prisas, querrán  llegar al cielo y desde arriba ver cumplido tu deseo.” Nada lo detuvo, y con la ayuda de un viejo hortelano alcanzó  ver los cerezos de la ribera de las huertas La Manga.  
De paso por la vida. 

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