En mis recuerdos, los que guardo para siempre en un hueco de mi corazón, hay algunos de la feria, la feria de mi niñez y adolescencia. Desde niño la vivía cada día del año.
El alumbrado, la música, las banderitas y farolillos de colores. El olor a las papas fritas, los churros, la comida de los bares, los puestos de algodón de azúcar, la pólvora quemada...
El colorido llenaba todo el espacio del recinto ferial; el murmullo de la gente, de los cacharritos, el circo, las casetas, las terrazas de los bares…
¿Cuánta alegría compartida en un niño, donde todo era un mundo de magia, ilusión y juegos? La economía de mí familia era muy escasa, y el jornal que entraba era para comer. Salir los días de feria era un gasto inalcanzable, la feria de los pobres era dar muchas vueltas por la calle principal, y raciones de vista. Pocos caprichos nos podíamos permitir.
Nuestros padres desde niños nos iban inculcando que tener una hucha todo el año para estos días era lo primordial, ¿pero cómo llenarla?, no teníamos pagas extras y los bolsillos siempre vacíos. El envase de la leche condensada “La Lechera” era de lata, le hacíamos una hendidura en la cara de la parte de abajo, le dábamos la vuelta colocándola en un lugar que no estuviera muy a la vista, pero toda la familia sabía el sitio. La fijábamos con yeso para asegurarla y ahí se quedaba esperando las primeras monedas que caían con un cuentagotas.
Para conseguir un dinero extra tenía que trabajar, haciendo lo que fuera. Yo trabajé descargando camiones de bebidas en el almacén de Manolo Rodríguez y repartiendo por los bares y las tiendas de comestibles. Por las tardes salía a recoger capullitos y alcaparrones en las alcaparras más cercanas del pueblo. En las fábricas del esparto haciendo madejas…. Poco a poco juntaba unas monedas con mucho esfuerzo. Las de veces que visitaba la hucha con un cuchillo en la mano, para mover las monedas y asegurar que se escuchaba el sonido del metal. Hablar de las huchas seria escribir un capítulo entero, forman parte de nuestros hogares. Estoy hablando de cuando tenía de diez a doce años y me sentía un hombrecillo.
Los recuerdos me trasladan unos años atrás. Un niño con los ojos abiertos, las pupilas se me salían de la cara mirando e imaginando montado en los cacharritos, todo era un sueño inalcanzable. Montarme lo tenía prohibido, si no estaba acompañado por mis padres o un adulto. Para mí, igual que para todos los niños del pueblo, la feria comenzaba cuando los primeros feriantes llegaban y comenzaban a descargar las casetas de tiro, del turrón, las tómbolas, los puestos de juguetes y juegos, los chiringuitos, los cacharritos: el carrusel, las voladoras, el tiovivo, las barquillas, la noria, etc.
En el río, bajo la sombra de los eucaliptos, aparcaban unos viejos camiones cargados de hierros y lonas, las caravanas y los remolques con las fieras salvajes. Desde aquel momento el circo ocupaba un espacio lleno de fantasía, intriga e ilusión. Niños y mayores observaban montar la carpa y las fieras enjauladas tras los barrotes de acero. La mitad del paseo estaba vallada con cañizo y colocando un remolque de escenario para la orquesta o banda de música del pueblo. La entrada principal quedaría en el centro del paseo.
Las familias de nuestros padres y amigos llegaban para las fiestas, ellos tampoco querían perderse su feria, la que tanto echaban de menos. Por motivos de trabajo abandonaron su gente y su pueblo buscando una oportunidad. Los colchones en el suelo, la comida se repartía y la alegría se desbordaba después de tanto tiempo sin verse.
Una mañana muy temprano me despertaba el ruido de los cohetes explotando en el cielo, parecía que el ruido de los cohetes estaba metido dentro de las casas. Un poco más tarde, el sonido de la banda recorría todas las calles del pueblo tocando la diana y anunciado que estábamos “enferiados”. Las fiestas patronales por la virgen del Socorro, otro año más, comenzaban.
Recuerdo que mi madre nos tenía a todos arregladitos, con las mejores prendas de vestir. Cogidos de las manos íbamos por “La Calleja”, la calle del “Correo” y salíamos al recinto ferial. La calle Principal con el alumbrado encendido, los farolillos y banderitas. Las terrazas de los bares llenas de mesas y sillas alineadas, los camareros con el pantalón negro, la camisa blanca esperando a los clientes con la bandeja de plata bajo el brazo. Vamos paseando juntos para no separarnos calle adelante: nos vamos dejando a los lados las casetas del turrón, las de tiro, las tómbolas, los puestos de juguetes. La gente dando vueltas, unos vamos y otros dan la vuelta por la casa grande donde termina el recinto.
El ruido de la música, el olor a papas fritas, a las raciones de calamares, los chiringuitos, las manzanas y los chupes de caramelo, el algodón de azúcar. Se escuchan canciones de Juanito Valderrama, de Marisol, Manolo Escobar... Antonio “El Bolo” las va dedicado a los que se pasan por la emisora del ayuntamiento y mientras da las gracias a los comerciantes por su colaboración.
Al lado del paseo se encuentran los cacharritos. Un tiovivo lleno de caballitos de madera pintados de colores y fijados en una barra de metal que sirven para agarrarse y desplazarse de arriba hacia abajo para simular el galope, coches, patos, hoyas, etc. No paran de dar vueltas, la música, las luces de colores y los ojos detrás de ellos al mismo tiempo, sin perder de vista todos los movimientos.
Otra atracción eran unas barquillas de madera grandes de color blanco y azul; tres barquillas separadas y alineadas que colgaban de unas barras del soporte principal. Los muchachos se montaban y con la fuerza del cuerpo comenzaban a balancear, cada vez cogía más impulso y llegaba un punto donde la barquilla la colocaban bocabajo, el dueño echaba mano al freno un tablón de madera que la frenaba cuando llegaba al punto de salida. Todos dejados de caer en una barandilla animando y con los dientes apretados para que le diera la vuelta, cosa que no podía ser.
Unas voladoras colocaban en la puerta de Antonio “El Muerto”. Los asientos de hierro colgaban del techo amarrados con dos cadenas que se abrían en cuatro brazos para más seguridad. Otro trozo de cadena cerraba el asiento para que no se salieran al coger velocidad dando vueltas. Los pies parecían que tocaban la pared de la fachada de la casa y los naranjos del paseo los rozaban. Se empujaban unos a otros para coger más impulso como bromas, el problema era estar atento al retroceso porque se jugaban el golpe en las piernas. Las caras de felicidad y las sonrisas lo decían todo.
Una noria que subía por lo alto de los tejados. Una rueda en posición vertical, unas góndolas, cabinas o canastas de asientos. El dueño de la noria, con mucho trabajo iba subiendo al personal, los primeros arriba de contrapeso hasta llenar todos los asientos.
No quiero dejar de pasar una anécdota que ocurrió hace muchos años. Mi madre cada vez que hablamos de la feria nos la recuerda. Todos los días su amiga “La Negrilla” y ella cuando salían de casa tiraban para la atracción que más le gustaba, la noria. Desde que abría el dueño se pegaban para que las montara gratis. Él las conocía bien, dos niñas morenas y granujillas, les hacía tanta gracia que las montaba algunas veces. Cuando estaban arriba se imaginaban que volaban como dos pajarillos, se sentían más importantes al ver la feria bajo sus pies. Una noche, más bien tarde, las montó de contrapeso arriba del todo. Pasó una hora y nadie se pasaba por la noria, ellas disfrutando colgadas en lo más alto. Mi abuelo, su padre, preocupado por las horas que eran, y la niña no aparecía por casa. El tiempo corría y la noria vacía, el dueño pensaría: “A estas las voy a cansar a ver si escarmientan”. Mi abuelo fue a buscarla por la feria, pero tenía una corazonada y tiró hacia donde creía que la encontraría y acertó. Cuando llegó lo primero que le dijo: “¿Por qué no me hace el favor de bajar a esas dos niñas.” Mi madre cuando lo vio, solo le quedó saltar desde arriba. Al poner los pies en el suelo, la cogió por el brazo y llegó hasta la casa en la “Calleja” dándole tortazos en el culo. Los días de noria acabaron para ella. Han pasado ochenta y cuatro años y todos los años me lo recuerda.
La atracción más importante era el carrusel. Esta atracción se movía con un motor eléctrico. El ruido de los hierros y los cojinetes era estremecedor cuando empezaba a dar vueltas. Para subirse contaba con dos entradas, unas escaleras de madera anchas que te dejaban en la plataforma. ¡Cuántas veces me quedé con las ganas de montarme! Era la atracción más cara de los cacharritos. Solo para mayores si no estabas acompañado por un adulto. Era impresionante una montaña que se movía, cuesta arriba y de pronto bajaba con fuerza dando vueltas. La gente gritaba de alegría. Yo los miraba y me divertía viéndoles las caras de felicidad. Unas focas enormes de colores, unos asientos anchos para cuatro personas. En el rulo se acoplaban todos los que podían, cuanto más apretados mejor. Comenzaban a girarlo con mucha fuerza. Si cogían la dirección del carrusel todo iba de maravilla, si las vueltas las daban en su contra los mareos y las malas caras lo decían todo, el cuerpo se les descomponía y las nauseas les hacían vomitar. Los caballitos subían y bajaban como en los cuentos, unos cisnes blancos de cuello largo. No perdía de vista tantas luces de colores, la compañía de la música y el balanceo del carrusel.