jueves, 29 de julio de 2021

La Feria (1ª Parte)

En mis recuerdos, los que guardo para siempre en un hueco de mi corazón, hay algunos de la feria, la feria de mi niñez y adolescencia. Desde niño la vivía cada día del año.
El alumbrado, la música, las banderitas y farolillos de colores. El olor a las papas fritas, los churros, la comida de los bares, los puestos de algodón de azúcar, la pólvora quemada...
El colorido llenaba todo el espacio del recinto ferial; el murmullo de la gente, de los cacharritos, el circo, las casetas, las terrazas de los bares…
¿Cuánta alegría compartida en un niño, donde todo era un mundo de magia, ilusión y juegos? La economía de mí familia era muy escasa, y el jornal que entraba era para comer. Salir los días de feria era un gasto inalcanzable, la feria de los pobres era dar muchas vueltas por la calle principal, y raciones de vista. Pocos caprichos nos podíamos permitir.
Nuestros padres desde niños nos iban inculcando que tener una hucha todo el año para estos días era lo primordial, ¿pero cómo llenarla?, no teníamos pagas extras y los bolsillos siempre vacíos. El envase de la leche condensada “La Lechera” era de lata, le hacíamos una hendidura en la cara de la parte de abajo, le dábamos la vuelta colocándola en un lugar que no estuviera muy a la vista, pero toda la familia sabía el sitio. La fijábamos con yeso para asegurarla y ahí se quedaba esperando las primeras monedas que caían con un cuentagotas.  
Para conseguir un dinero extra tenía que trabajar, haciendo lo que fuera. Yo trabajé descargando camiones de bebidas en el almacén de Manolo Rodríguez y repartiendo por los bares y las tiendas de comestibles. Por las tardes salía a recoger capullitos y alcaparrones en las alcaparras más cercanas del pueblo. En las fábricas del esparto haciendo madejas…. Poco a poco juntaba unas monedas con mucho esfuerzo. Las de veces que visitaba la hucha con un cuchillo en la mano, para mover las monedas y asegurar que se escuchaba el sonido del metal. Hablar de las huchas seria escribir un capítulo entero, forman parte de nuestros hogares. Estoy hablando de cuando tenía de diez a doce años y me sentía un hombrecillo.
Los recuerdos me trasladan unos años atrás. Un niño con los ojos abiertos, las pupilas se me salían de la cara mirando e imaginando montado en los cacharritos, todo era un sueño inalcanzable. Montarme lo tenía prohibido, si no estaba acompañado por mis padres o un adulto. Para mí, igual que para todos los niños del pueblo, la feria comenzaba cuando los primeros feriantes llegaban y comenzaban a descargar las casetas de tiro, del turrón, las tómbolas, los puestos de juguetes y juegos, los chiringuitos, los cacharritos: el carrusel, las voladoras, el tiovivo, las barquillas, la noria, etc.
En el río, bajo la sombra de los eucaliptos, aparcaban unos viejos camiones cargados de hierros y lonas, las caravanas y los remolques con las fieras salvajes. Desde aquel momento el circo ocupaba un espacio lleno de fantasía, intriga e ilusión. Niños y mayores observaban montar la carpa y las fieras enjauladas tras los barrotes de acero. La mitad del paseo estaba vallada con cañizo y colocando un remolque de escenario para la orquesta o banda de música del pueblo. La entrada principal quedaría en el centro del paseo.
Las familias de nuestros padres y amigos llegaban para las fiestas, ellos tampoco querían perderse su feria, la que tanto echaban de menos. Por motivos de trabajo abandonaron su gente y su pueblo buscando una oportunidad. Los colchones en el suelo, la comida se repartía y la alegría se desbordaba después de tanto tiempo sin verse.
Una mañana muy temprano me despertaba el ruido de los cohetes explotando en el cielo, parecía que el ruido de los cohetes estaba metido dentro de las casas. Un poco más tarde, el sonido de la banda recorría todas las calles del pueblo tocando la diana y anunciado que estábamos “enferiados”. Las fiestas patronales por la virgen del Socorro, otro año más, comenzaban.  
Recuerdo que mi madre nos tenía a todos arregladitos, con las mejores prendas de vestir. Cogidos de las manos íbamos por “La Calleja”, la calle del “Correo” y salíamos al recinto ferial.  La calle Principal con el alumbrado encendido, los farolillos y banderitas. Las terrazas de los bares llenas de mesas y sillas alineadas, los camareros con el pantalón negro, la camisa blanca esperando a los clientes con la bandeja de plata bajo el brazo. Vamos paseando juntos para no separarnos calle adelante: nos vamos dejando a los lados las casetas del turrón, las de tiro, las tómbolas, los puestos de juguetes. La gente dando vueltas, unos vamos y otros dan la vuelta por la casa grande donde termina el recinto.
El ruido de la música, el olor a papas fritas, a las raciones de calamares, los chiringuitos, las manzanas y los chupes de caramelo, el algodón de azúcar. Se escuchan canciones de Juanito Valderrama, de Marisol, Manolo Escobar... Antonio “El Bolo” las va dedicado a los que se pasan por la emisora del ayuntamiento y mientras da las gracias a los comerciantes por su colaboración.
Al lado del paseo se encuentran los cacharritos. Un tiovivo lleno de caballitos de madera pintados de colores y fijados en una barra de metal que sirven para agarrarse y  desplazarse de arriba hacia abajo para simular el galope, coches, patos, hoyas, etc. No paran de dar vueltas, la música, las luces de colores y los ojos detrás de ellos al mismo tiempo, sin perder de vista todos los movimientos.
Otra atracción eran unas barquillas de madera grandes de color blanco y azul; tres barquillas separadas y alineadas que colgaban de unas barras del soporte principal. Los muchachos se montaban y con la fuerza del cuerpo comenzaban a balancear, cada vez cogía más impulso y llegaba un punto donde la barquilla la colocaban bocabajo, el dueño echaba mano al freno un tablón de madera que la frenaba cuando llegaba al punto de salida. Todos  dejados de caer en una barandilla animando y con los dientes apretados para que le diera la vuelta, cosa que no podía ser.
Unas voladoras colocaban en la puerta de Antonio “El Muerto”. Los asientos de hierro colgaban del techo amarrados con dos cadenas que se abrían en cuatro brazos para más seguridad. Otro trozo de cadena cerraba el asiento para que no se salieran al coger velocidad dando vueltas. Los pies parecían que tocaban la pared de la fachada de la casa y los naranjos del paseo los rozaban. Se empujaban unos a otros para coger más impulso como bromas, el problema era estar atento al retroceso porque se jugaban el golpe en las piernas. Las caras de felicidad y las sonrisas lo decían todo.
Una noria que subía por lo alto de los tejados. Una rueda en posición vertical, unas góndolas, cabinas o canastas de asientos. El dueño de la noria, con mucho trabajo iba subiendo al personal, los primeros arriba de contrapeso hasta llenar todos los asientos. 


No quiero dejar de pasar una anécdota que ocurrió hace muchos años. Mi madre cada vez que hablamos de la feria nos la recuerda. Todos los días su amiga “La Negrilla” y ella cuando salían de casa tiraban para la atracción que más le gustaba, la noria. Desde que abría el dueño se pegaban para que las montara gratis. Él las conocía bien, dos niñas morenas y granujillas, les hacía tanta gracia que las montaba algunas veces. Cuando estaban arriba se imaginaban que volaban como dos pajarillos, se sentían más importantes al ver la feria bajo sus pies. Una noche, más bien tarde, las montó de contrapeso arriba del todo. Pasó una hora y nadie se pasaba por la noria, ellas disfrutando colgadas en lo más alto. Mi abuelo, su padre, preocupado por las horas que eran, y la niña no aparecía por casa. El tiempo corría y la noria vacía, el dueño pensaría: “A estas las voy a cansar a ver si escarmientan”. Mi abuelo fue a buscarla por la feria, pero tenía una corazonada y tiró hacia donde creía que la encontraría y acertó.  Cuando llegó lo primero que le dijo: “¿Por qué no me hace el favor de bajar a esas dos niñas.” Mi madre cuando lo vio, solo le quedó saltar desde arriba. Al poner los pies en el suelo, la cogió por el brazo y llegó hasta la casa en la “Calleja” dándole tortazos en el culo. Los días de noria acabaron para ella. Han pasado ochenta y cuatro años y todos los años me lo recuerda.  
La atracción más importante era el carrusel. Esta atracción se movía con un motor eléctrico. El ruido de los hierros y los cojinetes era estremecedor cuando empezaba a dar vueltas. Para subirse contaba con dos entradas, unas escaleras de madera anchas que te dejaban en la plataforma. ¡Cuántas veces me quedé con las ganas de montarme! Era la atracción más cara de los cacharritos. Solo para mayores si no estabas acompañado por un adulto. Era impresionante una montaña que se movía, cuesta arriba y de pronto bajaba con fuerza dando vueltas. La gente gritaba de alegría. Yo los miraba y me divertía viéndoles las caras de felicidad. Unas focas enormes de colores, unos asientos anchos para cuatro personas. En el rulo se acoplaban todos los que podían, cuanto más apretados mejor. Comenzaban a girarlo con mucha fuerza. Si cogían la dirección del carrusel todo iba de maravilla,  si las vueltas las daban en su contra los mareos y las malas caras lo decían todo, el cuerpo se les descomponía y las nauseas les hacían vomitar. Los caballitos subían y bajaban como en los cuentos, unos cisnes blancos de cuello largo. No perdía de vista tantas luces de colores, la compañía de la música y el  balanceo del carrusel.



jueves, 22 de julio de 2021

A LA SOMBRA DE LOS ÁLAMOS NEGROS

A la sombra de los álamos negros escuchaba caer el agua por las chorreras, una catarata artificial del embalse Malpasillo. 

 

Las palomas bravías picotean las algas de la chorrera, solo rompen el silencio el gorjeo y el aleteo al arrancar el vuelo. 

Unas carpas saltaban en las aguas dormidas, tras un moscardón de verano cansino. 

Las sombras de los álamos negros se bañaban serenas,  arropadas por el follaje espeso del bosque de ribera. 

Unos mimbres acariciando la grama fresca. Los tarajes decorando el soto  y los carrizos revistiendo la orilla. Los juncos y aneas no podían faltar y las adelfas y salicarias floridas. 

Las cicutas y la zanahoria silvestre sobresalen, buscando los rayos del sol. El poleo menta y la hierba buena silvestre me envuelven con sus aromas a la sombra de los chopos negros, junto al álamo blanco y la higuera bravía. 

El día viene alegre. El sol aprieta en julio. La frescura de un manto de agua, el verdor de la vegetación, la sombra de los álamos negros. Una mañana de verano bajo las compuertas, aprovechando un espacio natural, aprovechando un rincón con vida.
 

De paso por la vida.   

ENCARNA “LA DEL ZAPATERO DE LUCENA”

Hay fechas para todo. El día nueve de julio es una más. Este día lo recordaremos por un doble motivo: de tristeza al despedir a un ser querido; de alegría por compartir tantos años junto a sus amigos y familia. Despedir a una amiga, por muchos años que tenga, no es agradable. En este caso Encarna estaba viviendo sus noventa y cuatro. ¿Cuantos decimos “¡Ay, si yo los pillara!”? Cumplir años es buena señal, pero no es todo si vives mucho y mal. Lo importante es tener salud, saber disfrutar el momento y compartir la vida con la gente que quieres y te quieren.
 

A Encarna la conocí hace tiempo. Mi profesión de albañil fue la razón para entrar un día en su vida. Esta mujer tenía un temperamento fuerte y una sonrisa agradable, así conseguía que un albañil arreglara los desperfectos de su casa. Fue naciendo una amistad cada vez más grande. Mi trabajo le gustaba y mi comportamiento con ella.
 

Encarna era una persona encantadora para todo el mundo. No podía tener enemigos a no ser por envidia o malos pensamientos. Siempre la recordaré como una amiga que me escuchaba.  Hablábamos de todos los temas. Ella con su temperamento y de cuerpo fuerte, era blanda de corazón.  No era la primera vez que sus lágrimas corrían por sus mejillas, se emocionaba muy fácil y los problemas del mundo eran suyos. Una lectora  de libros, ¿cuantos han pasado por sus manos? Una mujer culta que se lo ha trasmitido a sus hijos. Yo la recordaré con un libro en sus manos, una sonrisa alegre, una luchadora por su familia. La recordaré sentada en la puerta de su casa en la calle “Ancha” con su familia y sus amigas, disfrutando de su compañía. Ese grupito con tan buen rollo y tan buenos momentos vividos. Llenaba la calle de alegría. Todos se paraban para saludarla, todos la querían por su comportamiento en esta vida y hacia los demás.
No dejaré en el tintero que Encarna era una hija del “Zapatero de Lucena”. Un vecino de Lucena de profesión zapatero que un día se enamoró de una badolatoseña. En muchas ocasiones le  pedí  las herramientas de la zapatería de su padre.  Frasquito hacía muchos años que  falleció. Exponerlos en mi humilde museo de artes y costumbres era una ilusión pendiente. Su respuesta siempre era la misma, otra vez será. Un día, sin decirle nada, ella me los ofreció. “Juan creo que tú valoras esas herramientas mucho y pienso que en tus manos estarán en buena custodia”. “Solo quiero quedarme con el martillo zapatero como recuerdo de mi padre”. Ese martillo tiene un significado muy emotivo para ella y para mí. 

 




Hace cosa de unos meses en el último trabajo que hice en su casa me dijo: "Juan, te voy a dar  el martillo zapatero del que tantas veces hemos hablado. Mi padre, un profesional de su oficio, que fabricó muchos pares de botas y zapatos, un gran hombre, desearía que estuviera con todas las herramientas de una vida…" 


Un gesto que nunca olvidaré, al contribuir con la cultura de un pueblo que nunca debería perderse.
 

Cierro el capítulo de una vida llena de recuerdos, de una mujer con la que compartí buenos momentos charlando y a la que me unió una gran amistad. Un hueco queda vació en la calle “Ancha”, un hueco y una puerta más cerrada, son muchas las que no abren. La calle principal se queda sola, faltan los que un día nos acompañaron dándole vida.
 

De paso por la vida.


jueves, 8 de julio de 2021

El Cerezo de las Huertas de la Manga (Último Capítulo)

Era una tarde a finales de la primavera y entrada del verano. Una bandada de estorninos se dejó caer en las huertas de La Manga. Después de un día en ayunas, vieron unos frutos rojos y carnosos en unos cerezos. Con tanto apetito y ansia picoteaban, que despertaron al pobre hortelano de su siesta.  Con los brazos en alto gritaba, y del susto un estornino se tragó un hueso. En medio de la noche y con la barriga descompuesta el animal al evacuar el hueso  resolvió su problema. Un hueso que encontró un ratón de campo en una noche oscura. Que una lechuza lo atrapó en silencio con sus garras y volando chocó con un cable eléctrico. Con suerte se libraron los dos de la muerte y el hueso calló en medio de una herriza donde germinó. Un cerezo que fue creciendo despacito rodeado de vegetación de monte bajo. Él preguntaba por todo y su gran ilusión era ver los cerezos de las huertas La Manga. Habían pasado quince años con sus días y una mañana tuvo una visita inesperada. El hortelano que gritó con los brazos en alto, se apiadó de él y le ayudó a conseguir su sueño, un sueño que dependía de su altura. Este labrador, amante de la paz, la tranquilidad y su trabajo de labrar la huerta lo adoptó como suyo y cada año le dedicaba un tiempo de su vida a limpiar su pie y a podarlo, así conseguiría su gran ilusión, ver los cerezos de las huertas. 

Una vez terminada su tarea, se sentó  en la tierra tranquilo, apoyando su espalda en el tronco. Sin prisas le hablaba con voz tierna y dulce. Él, era cariñoso y su corazón era grande, sin nada de avaricia y egoísmo. “Me contaba mi padre, que su abuelo le dijo… Que un día llegaron unos campesinos a estas tierras vírgenes. Una tierra fértil y con el agua del río Genil fue posible cumplir sus sueños. Vivir de lo que da la tierra y asentarse en esta ribera viviendo en chozas. Las aguas del río fueron elevadas por una gran rueda de hierro y madera, movida por la fuerza del agua. Las generaciones pasaban y ellos, esclavos de su trabajo, poco a poco fueron construyendo con mucho esfuerzo, sus primeras paredes y su techo de obra…  En los años de mi niñez en la ribera de las huertas la paciencia era la mayor virtud. La armonía, la tranquilidad rebosaba en cada rincón. Éramos una gran familia. La sencillez y la humildad pasaban de padres a hijos. Se disfrutaba del silencio: al escuchar crujir las viejas maderas de la noria, correr el agua por las regueras, el canto de la alondra en la noche, el metal acerado de la azada golpeando la tierra, el rebuznar de los burros, el canto de los gallos por las mañanas, el balar de la cabra amarrada bajo la higuera, el verraco en celo, las gallinas con los polluelos. Bendito silencio; al escuchar las brevas maduras caer al suelo, el pájaro carpintero en el soto, los chapoteos de las nutrias jugando, el topo excavar la tierra. Cada tarde de verano en los recodos del río se escuchaban las voces y las risas de los chiquillos cuando golpeaban las aguas dormidas. En las noches de calor; las familias se sentaban en los poyetes del rellano de la casa,  cada uno contaba algún relato escuchado, o los refranes del campo. Todo se va perdiendo: la fiesta de la matanza del cerdo, los solomillos en manteca en orzas, el rico sabor de los tomates y pimientos en conserva al “baño María”,  la elaboración de la carne membrillo, la mermelada de ciruela, los sabores de la pera chica, las manzanitas, la zanahoria morada…todo va desapareciendo como las viejas costumbres. Desde la primera huerta de “Los Pineda”, a la última de “Manolo Caracol”, se conocían los nombres de cada miembro de las huertas. La gastronomía de las abuelas, dándole tiempo al puchero, a los tomates en la lumbre de la chimenea, ese hervor a borbotones, ese aroma que bajaba por el callejón de las huertas para mojar sopas. La verbena de San Juan, donde todos los hortelanos guardaban sus tesoros. Todo va cambiado, nada es como yo lo viví. Ese silencio roto por las motosierras, las maquinas de arar… En las casas enchufamos la caja tonta y conversa por todos. No sabemos ni aprendemos a disfrutar del entorno y el paraje que nos han visto crecer. No nos conformamos con vivir en paz, necesitamos más para ser felices. Hoy en las huertas de La Manga las vallas de alambre van separando a las familias. Las casas blanqueadas de cal y las tejas de barro pierden su encanto abandonadas. Llegan los nuevos materiales para construir las viviendas rompiendo la estética de las huertas. Un manto de plástico decora y cubre el verde de las hortalizas y los frutales. La alegría que antaño se respiraba, se mamaba, se palpaba en cada rincón de la ribera. La imagen de la noria día y noche chorreando el agua de los cangilones en la acequia, una conducción que perdió su encanto bajo tierra…” Se alzó el hortelano y miró al cerezo antes de marcharse. “Esta primavera tu sueño será una realidad, alcanzarás la altura que tanto has deseado,  la paciencia es la mejor virtud. Los nuevos brotes crecerán con fuerza y prisas, querrán  llegar al cielo y desde arriba ver cumplido tu deseo.” Nada lo detuvo, y con la ayuda de un viejo hortelano alcanzó  ver los cerezos de la ribera de las huertas La Manga.  
De paso por la vida. 

MI MADRE, MI ÁNGEL DE LA GUARDA.

Mi madre, mi ángel de la guarda. Han pasado dos años de aquel atardecer triste de abril; cuando los naranjos estaban en flor, las golondrina...