Estaba
en parvulitos y era mi primer año. Recuerdo
como explicaba la señorita las primeras letras empezando con las
vocales. Poco a poco, en el cuadernillo de rayitas y puntitos con el
lápiz, sin control ni pulso, vamos subrayando con trazos grandes y
sin precisión. A,
e, i, o, u. Paso a paso, aprendimos a unir vocales y consonantes
hasta formar sílabas. Solo
nos quedaba unirlas y formar las primeras palabras: anillo, mamá,
elefante, etc. Todo era muy difícil en este mundo del aprendizaje
cuando tienes cinco años. Vamos memorizando todas las letras del
abecedario y vamos
juntándolas para
formar las palabras. Con
los vocablos y dibujos en el libro de texto entramos en el mundo de
la lectura. La maestra cogía el libro de Álvarez de primer grado y
nos leía algunos textos de fábulas
y cuentos y todos nos quedábamos con la boca abierta, metidos en ese
mundo de la fantasía con personajes de animales o otros seres
personificados.
Para
colorear los dibujos no disponíamos de lápices de color. Bueno,
no todos. Esa caja de cartón alargada “El Pino” donde en su
interior contenía seis o doce lápices de todos los colores. Siempre
pidiendo prestado a los compañeros o a
la señorita, que
disponía para estos casos de material.
Recuerdo
algunas anécdotas en parvulitos. Los pupitres eran de madera y
viejos. Las cabezas de las puntillas sobresalían de las tablas y a
veces nos enganchábamos. Yo
tuve la mala suerte de ser una víctima de ese percance. Mis
pantalones cortos se engancharon y se convirtieron en una falda. Mis
amigos lo disfrutaron, se reían a sus anchas, pero yo lo pase muy
mal. Agache
la cabeza y, avergonzado, ¡qué
día más largo!
Otra vez aguantando las ganas de hacer caca, para hacerlo en casa,
pero el tiempo pasaba y la cosa se puso muy fea. Cuando
me di cuenta estaba cagado encima. Yo lo ocultaba para que nada se
notará. Era
cosa mía. La
mierda no se veía, pero para eso estaba el olfato y los compañeros
me
delataron. Olía
a mierda y estaba muy cerca. Tan
cerca que yo la tenía debajo. Lo dejo en puntos suspensivos... el
mal trago que pasé
desde el colegio hasta llegar a casa en la Calleja con las piernas
medio abiertas y cagado hasta las trancas.
La
señorita a la hora de tomar el desayuno, sentada en su sillón,
tranquila abría un cajón de su mesa. En
su interior guardaba una bolsa que contenía su desayuno.
Acostumbraba
a comer fruta. Sacaba
una naranja y un cuchillo para pelarla y retirar la cascara. Se
quedaba mirando a toda la clase y ponía cara de asesina con el
cuchillo en la mano y el brazo en alto. “El que se mueva, hable o
parpadee me levanto y le corto la lengua”. Remedio santo. Todos
mudos, inmóviles, no nos mirábamos hasta que la señorita terminaba
el último gajo. La clase era todo suspense, asustados y con pánico.
Esa
señorita no se andaba
por
las ramas. Cuidadito,
la lengua estaba en sus manos con ese cuchillo afilado y esa cara de
asesina.
Como olvidar algunos momentos
que viví en parvulitos mi primera experiencia en el mundo de la
educación.
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