Un
día más voy con prisas, por la mañana temprano, camino del colegio
acompañado de mis hermanos. En la mano el cuadernillo de caligrafía,
un lápiz de carboncillo y una goma de borrar. No recuerdo de llevar
sacapuntas ni carpeta. En el patio del colegio nos colocamos en fila
como vamos llegando. A las nueve en punto nos alineamos con el brazo
extendido para guardar la distancia igual que en el ejército, para
izar la bandera y cantar “El cara al sol”. Terminado este acto
cada uno a su clase. Las niñas por un lado y los niños por otro.
Por aquellos años los colegios eran mixtos. La educación era
obligatoria hasta los catorce años. De nueve de la mañana a la una
del medio día y por las tardes de tres a cinco. Los castigos eran
una cosa normal, con motivo o sin él, por un descuido de no estar
atento a la lección, por no tener buen comportamiento o no hacer los
deberes, tienes que copiar cien veces “no hablaré en clase”. El
maestro con la regla de madera te obligaba a estirar los brazos y las
palmas de las manos hacia arriba, te daba lo que él pensaba que te
merecías. Si las quitabas por el miedo al golpe te merecías el
doble, de ti dependía como asumías el castigo que él creía que te
merecías. De rodillas o con los brazos en cruz y los libros en cada
mano, de cara a la pared, al cuartillo oscuro. La disciplina estaba
presente y los castigos al día. En mi paso por el colegio aparte de
mandarme copiar algunas veces “No hablaré en clase” y otros
castigos, recuerdo de darme unos tortazos, al menos tres veces. El
primero, sin justificación ninguna, creo que ese azote no me lo
merecía. ¿Qué culpa tenía si el pupitre estaba roto y se terminó
de romper al sentarme? Un golpe en el suelo y otro en la cabeza con
la mano del maestro por no tener cuidado. El segundo por gracioso, al
mandarme por unas tijeras para unos trabajos manuales en segundo
curso. Tuve la idea de decir “con estas tijeras le voy a cortar las
patillas al maestro”. Él estaba detrás de mí, yo no me di
cuenta, pero sentí como su mano me pegaba con ganas en la cabeza por
graciosillo. El tercer tortazo me lo merecí muy justamente, creo que
me lo gané. Estaba en cuarto curso y en la hora del recreo jugaba
con un amigo. Le di una broma muy pesada y el profesor me dijo que le
pidiera perdón. Yo, como siempre con mis ocurrencias, lo perdoné y
dejé caer otra frase “¡te perdono hasta mañana!”.
La
disciplina por aquellos años era muy estricta y los profesores no
dejaban pasar nada. No olvidaré cuando mi padre le dijo al maestro:
“Antonio, yo quiero que tú eduques a mi hijo bien y si le hace
falta un tortazo se lo das, después me lo dices que en casa lo
arreglaré yo”.
Una
buena educación es fundamental, el respeto a las personas, a las
cosas, a ser más cultos para saber convivir en sociedad. Los padres
y desde el colegio tienen la obligación y el deber de luchar juntos,
apoyándose mutuamente, con el fin de conseguir un mundo de valores,
ética y moral, inculcándolo desde que nacemos. Aquellos años no
los olvidaremos pero se respetaba a los mayores como es ley de vida.
Hoy parece que se va perdiendo y dar los buenos días no es
costumbre.
Es un pensamiento subjetivo.