Los gigantes del río crecieron en la margen izquierda de la orilla junto a la ribera del soto y las huertas. En el silencio de la noche se escuchaba el gorgoteo de la fuerza de las aguas golpeando en las piedras y las ramas de la arboleda. La luna los acunaba y la noria volteaba las aguas del Genil. Los postigos de los patios de la calle principal cada mañana los abrían sus vecinos dando los buenos días. Estos gigantes del río no eran inventados de un cuento, ni dioses de la mitología griega. Una alameda de eucaliptos, formada por más de sesenta, mal colocados como soldados que perdieron la guerra. La alameda de eucaliptos, los que vieron nacer y crecer a tantos badolatoseños. Los niños del pueblo de varias generaciones han jugado a los escondites, las carreras... los saltos y resbalones en el suelo con las semillas o balines, que caían de sus ramas, los que utilizaban para lanzarlos con un tubo de caña de cerbatana. Los partidos de fútbol, los regateos, por medio de los viejos troncos y las apuestas a ver quien subía más alto de sus ramas.
Los gigantes del río sobresalían por los tejados de las casas de tres plantas, los troncos robustos y fuertes, brazos enormes sus ramas. Sus copas, cuando el viento soplaba, se balanceaban igual que las olas del mar enfurecidas. El crujir de sus ramajes parecía las maderas de un barco a punto de desgajar. Los muchachones enamorados, con navajas afiladas o trozos cortantes, en sus cortezas las clavaban y grababan sus nombres, enmarcándolos con un corazón, testigo de un gran amor. Los gorriones entraban y salían a la alameda con su gorjeo y cortejo, peleando por los viejos nidos. Cuando la tarde se echaba y el sol se perdía por el horizonte, en la orilla, se posaban tranquilos para beber. Los gigantes del río los esperaban, como cada noche, para darles cobijo. Los hortelanos, los más madrugadores, llegaban de las huertas con la carga de hortalizas y frutas de la temporada. En la plaza de abastos del pueblo colocaban su mercancía en sus puestos, y a los animales los amarraban en la alameda de eucaliptos. Entre burros y burras era un rebuznar, tirando los tejos y protestando: “¡Yo la vi primero!”. Los que no estaban castrados sacaban los dientes y su arma más letal… Antes de que entrara el verano el herrero y el esquilador se pasaban por la alameda de los gigantes del río con sus herramientas preparadas en un canastillo. Un tronco cortado, a un metro de altura, lo tenían preparado con el yunque, donde martilleaban con el mazo de hierro, una y otra vez, para enderezar las herraduras. Los mulos, caballos y los borriquillos en fila, todos con el cabestro bien sujeto, para dejarlos en perfecto estado, de herraje y pelaje. Los dueños de los animales y paisanos se arremolinaban hablando todos a la vez y todos entendedores de los oficios. Un pueblo que miraba y contemplaba las alturas de sus crestas, juntándose con el cielo, acariciando la brisa. Sus sombras alargadas adulaban las aguas del río Genil. Las malvas, los cardos borriqueros, las margaritas... crecían con fuerza bajo el sombreado, buscando los rayos del sol. Los esparteros colocaban sus caballetes y su rueda de hilar, la que no paraba de dar vueltas y los hilos se trenzaban, formando una cuerda tan larga como la sombra de los gigantes del río. En los días antes de feria, los del circo montaban su carpa bajo su ramaje, aprovechado cada palmo del espacio de los eucaliptos. Los zagalones, en las noches que proyectaban una película en el cine de verano, se subían en sus ramas para no pagar la entrada. Con las posturas incómodas y las hojas por medio empezaba el Nodo. Esta noche verían El Gordo y El Flaco. Las parejas aprovechaban la noche y se perdían en la oscuridad. La alameda de eucaliptos era una oportunidad para robar unos besos, unas caricias y acalorados dejarse llevar por la locura. Unos gigantes que vieron las aguas del Genil, de color chocolate, desbordarse en más de una ocasión, cubriendo sus troncos y regando las calles de la villa; sus ramas blancas de las grandes nevadas, los años lluviosos y secos… Unos gigantes que vivieron las penas y las alegrías de un pueblo, un pueblo humilde y trabajador; buscándose la vida con la agricultura, la ganadería, el esparto, la alcaparra, la leña de sus montes, de su río, la pesca… Unas tierras rodeadas de agua y siempre... pobres.
Una cultura de espaldas a su río. Llegó el progreso y una mañana temprano los gorriones revoloteaban con miedo. Estaban anunciando una tragedia. Hombres con hachas, hocinos, motosierras… Sus caras no eran de alegría. La tristeza se reflejaba en sus rostros, unos trabajadores mandados a derribar los gigantes del río. Unas manos sin cabeza y las herramientas bien afiladas. Fueron cayendo uno a uno, empezando por sus copas. Las ramas mutiladas caían al suelo. Los troncos como una torre se desplomaban a trozos, la savia corría y se desangraban.
Los gigantes del río tenían vida. Los de las sombras alargadas, los que daban cobijo a tantas aves, los que vieron nacer y morir a sus lugareños, al escuchar doblar las campanas.
En las ferias, las varillas de los cohetes les caían, el ruido de los cacharritos, la música de las orquestas…
El progreso los había condenado a muerte, por el hacha afilada. Todo el pueblo los miraba derrumbarse, los nudos en la garganta y las lágrimas se escapaban.
Una parte de nuestra historia la estábamos masacrando, y todos nos sentíamos culpables. La enramada quemada, la madera vendida y las raíces se quedaron bajo tierra. Las raíces de los gigantes del río, hoy cubiertas de losas de terrazo y el asfalto del Paseo Pablo Iglesias.
De paso por la vida.